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laballenaliterata

COMUNIÓN

Héctor Hernández, San Luis Potosí, 1972


—El sábado, iremos a la Lagunilla a comprar tu traje.

Recuerdo el día exacto que mi madre me lo dijo. Seis de Julio de 1978. Tres días después, mi mamá y mi tía Carmela –estudiante de enfermería en aquel tiempo–, me llevaron al famoso mercado de la Lagunilla.

A mis siete años, la Ciudad de México resultaba caótica, aunque a la fecha sigue igual. La construcción de ejes viales la hacía difícil transitar en transporte. Afortunadamente sólo debíamos tomar una ballena –como se les llamaba a los antiguos camiones de pasaje– y en menos de veinte minutos estaríamos en el mercado.

Por fin llegamos y recorrimos los pasillos viendo los aparadores. De entre todos los trajes, me gustó uno color café y camisa amarilla con corbata rosa. De todos modos, vestirme de traje frente a mis amigos sería hacer el ridículo una sola vez en la vida, pensé.

De regreso a la cuadra, yo y un grupo de amigos jugábamos en la calle al fútbol.

Casi era medio día y mi mamá me llamó para ir a comer. De último momento, no sé cómo salió el tema de la dichosa celebración y mis amigos empezaron a hacer comentarios al respecto.

—Cuando el Padre te dé la ostia, no la vayas a morder o le puedes picar un hueso a Dios y te puede salir sangre de la boca. A un amigo de la escuela eso le pasó –dijo Antonio.

Esas palabas se me quedaron grabadas, ¿sería posible que eso sucediera? Era posible. Aunque mi ingenuidad era grande, preferí no hacer mucho caso a ese comentario.

Oscar, otro amigo que también jugaba con nosotros, completó: yo supe que “Mon”, el hijo de mi vecina, hizo lo mismo. Masticó la ostia y Dios lo castigó sin poder caminar. Así que recuerda, cuando el Padre te dé la ostia, no la mastiques, sólo trágatela. A la ostia nadie debe maltratarla.

No sabía qué pensar, entre creer o no. Me fui a mi casa con cierto temor.

Al día siguiente mi hermano mayor se lavaba la boca y al enjuagarse, vi que la pasta era de color rojiza. Quizás Antonio y Oscar tenían razón y era verdad todo lo que me aseguraron.

Estuve temeroso y en todo momento recordaba los pasos que tenía que hacer al recibir la ostia. Abrir la boca, cerrar la boca y tragar. Una y otra vez pensaba lo mismo, al momento en que recibiría la ostia.

Abrir la boca, cerrar la boca. Tragar. Repasaba mentalmente una y otra vez.

El miedo que mis amigos me infundieron, aunado al dibujo pintado en una de las paredes de la iglesia de un ser diabólico abriendo las fauces, rodeado de fuego y comiéndose a varias personas, me causaron terror. Si en verdad existía eso que llamaban infierno, era algo que yo no quería comprobar.

Llegó el sábado. El día el celebrar mi primera comunión. Me creí preparado, pues había repasado una y otra vez los pasos para tragarme la famosa ostia sin masticarla. El momento había llegado, eran las doce del día. Si la misa duraba una hora, a la una ya estaría fuera de la iglesia sano y salvo.

La misa comenzaba. Yo tomé un periodiquito a la entrada para saber el momento exacto. El Padre comenzó a cantar, les daba la bienvenida a todos. Mi corazón se agitaba poco a poco. Debes conservar la calma, me decía a mí mismo.

Todo saldrá bien. Pensé mientras el Padre iniciaba la misa.

Padre, Hijo y Espíritu santo. Jesús es el mejor amigo de los niños. Pidamos perdón por todas nuestras faltas. Yo confieso ante Dios… Primera lectura. Yo repasaba: abrir la boca, cerrar y tragar la ostia sin masticar. Señor, ten piedad, rezaba el Padre. Gloria. Oración colecta. El momento se acercaba. Liturgia de la palabra. Segunda lectura.

Todo parecía transcurrir en cámara lenta. Era la hora más larga de mi vida. Salmo responsorial. Evangelio. Homilía. Ya estaba todo preparado. Profesión de fe. Oración universal. Liturgia eucarística. Preparación de los dones. Ya casi.

Rito de la comunión…

Mi corazón se agitaba. Un leve dolor en mi cabeza aumentaba. Repasé por última vez: abrir la boca, no mirar al Padre, no mirar a mis padres, no voltear a los lados. De nuevo de pie. Tenía miedo. Mis tripas me gruñían de hambre. Eran nervios. Hambre. Miedo. ¿O todo lo anterior?

Por fin, el momento esperado había llegado. Quise recordar los pasos, pero éstos nunca llegaron a mi cabeza. El sudor corriendo por mi frente era más que evidente. Un temblor incontrolable surgió en mis piernas hasta llegar a mis manos, a tal grado que la cera derretida cayó en mi mano derecha. No me inmuté. Seguía mirando al frente.

—Ven hijito, acércate –me ordenó el regordete hombre de sotana verde.

Las piernas se me doblaron. ¿Era tan grande la ostia? Me pregunté al verla de tamaño de un plato pequeño en sus manos. ¡Quedé petrificado cuando vi lo impensable!

El Padre levantó la ostia con ambas manos y…

¡La furia de Dios debió ser inevitable, al sentir su cuerpo partido en dos partes!

Todos iríamos al infierno sin remedio alguno.

Se oscureció. No supe más de mí.

Cuando desperté, estaba acostado en una banca.

Quise saber qué había pasado, pero preferí escuchar a la tía Carmela que le daba indicaciones de enfermera a mi madre.

—No pasó de un desmayo, por falta de almuerzo. Empieza un tratamiento con estas vitaminas, si notas algo raro, llévalo al doctor.

A partir de ese día, evité a toda costa regresar a cualquier iglesia.



 

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