DÍA DE VISITA
Actualizado: 9 jun 2021
Héctor Hernandez, San Luis Potosí
Virginia, recién bañada, contemplaba nostálgicamente su juventud, sentada frente al espejo. Todavía llevaba puesta la toalla húmeda que contenía su cabello mojado.
Ajustó los broches de su brasier antes de delinearse con cuidado las cejas. Después se pintó los labios con un labial carmín. Se polveó ligeramente la cara. Pasó sus dedos sobre todos los frascos de perfume antes de elegir el aroma más apropiado y ponerse un pantalón negro.
Abrió un cajón, buscó unos lentes oscuros, había media docena entre barnices de uñas y cremas corporales. Algunas brochas faciales mantenían su lugar dentro de un pequeño vaso. Del fondo, la mano de Virginia sacó una fotografía enmarcada. Alejandro la abrazaba sonriente. Vestida de amarillo y él, una playera blanca y rayas verdes. El marco de madera tenía un pétalo marchito incrustado. Ella le sacudió el polvo antes de regresarlo a su lugar.
Se decidió al fin por el aroma de un perfume. Después se aplicó desodorante, en esa clásica rutina de arriba-abajo, como pinceladas sobre un lienzo. Del joyero, tomó una cadena de oro con un anillo como dije. Tomó otro anillo más pequeño y lo introdujo con suavidad en su dedo índice; la crema untada en sus manos ayudó a que entrara más fácil.
Dejó caer la toalla blanca, de inmediato, quedó al descubierto su abundante cabellera negra y risada. Se puso una blusa negra que hacía juego con el color de su pantalón y las botas.
Primero de noviembre, leyó en el calendario de tortillería que colgaba de la pared. La fecha estaba marcada con un círculo rojo.
Se apresuró a maquillarse. Guardó el desodorante dentro de su bolsa de mano. Salió de su casa y abordó un taxi.
—Al panteón General, por favor –le indicó al taxista.
En el camino, sentía el ritmo de su corazón acelerado. Un dejo de tristeza en su rostro se reflejaba en el cristal de la ventana.
Alejandro, caminaba de un lado a otro en la entrada del Panteón General, –el cementerio más grande en la ciudad de Toluca–. Algunas personas llegaban solas, otras en familia, la mayoría en autos, bajando grandes ramos de flores de las cajuelas.
Alejandro miró su reloj con cierta impaciencia.
Impaciencia que fue interrumpida momentáneamente cuando vio que un taxi se detuvo frente a la entrada y vio bajar a Virginia.
Alejandro no dejaba de mirarla, pero la recibió con cierta recriminación.
—¿Ya viste la hora?
Ella levantó la mirada.
—No te enojes. Sólo he llegado unos minutos tarde –trató de calmarlo, dándole un beso en la mejilla.
—Está bien –dijo, un poco más relajado.
Recorrieron los puestos antes de entrar al panteón. A esa hora, había una gran cantidad de personas galopadas para comprar flores. El color del cempasúchil resaltaba entre el colorido de la nube, el tercio- pelo morado, los claveles y los crisantemos. El aroma de todas juntas resultaba nostálgico y agradable.
—Compra las que sea.
—Quiero dos ramos, por favor –le pidió Virginia a una vendedora de edad avanzada; ella tomó distintas flores, cortó los tallos ágilmente con una navaja y las acomodó para que el ramo se viera uniforme.
—Aquí tiene –dijo amablemente la señora vestida con delantal verde, entregándole los ramos. Virginia pagó con un billete que sacó de su bolsa.
—Gracias –dijo al recibir el cambio. Su voz continuaba siendo animosa. Alejandro sonrió por primera vez.
La pareja entró por la puerta principal. En ese horario, caminar entre tanta gente era un poco difícil. El sol caía a plomo. Los sombreros y los paraguas brindaban sombra a las personas. Algunos hombres cargaban botes casi llenos de agua para lavar las tumbas. La mayoría estaban arregladas con flores, globos o juguetes.
La aflicción en algunas personas que se marchaban era notable; en contraste, había otras familias sonrientes que comían guisos variados sobre algunas lápidas usadas como mesas.
Los enamorados recorrieron algunas veredas hasta llegar ante una lápida de cemento. Ella colocó uno de los ramos encima y conservó el otro. En la esquela leyó con nostalgia: Al recuerdo siempre presente de mi querida madre, Virginia Tovilla. Alejandro sonrió y esperó con paciencia a que terminara de dedicar unas palabras. Al terminar continuaron el recorrido.
Virginia se detuvo en otra tumba. Colocó encima el segundo ramo de flores.
En la esquela, leyó: A mi amado esposo, Alejandro Martínez. Tu recuerdo siempre lo llevo conmigo.
Tomó la sortija que colgaba en la cadena de oro y cerró los ojos. Pasó casi una hora sentada en la tumba hasta que unas ennegrecidas nubes se hicieron presentes en el cielo. Una lluvia torrencial se avecinaba. Era hora de retirarse. Casi cerraban. Estar con Alejandro la llenó de alegría, pero también de tristeza.
Virginia salió del panteón casi al atardecer. Detuvo al primer taxi que estaba disponible. Antes de abordarlo, volteó hacia la entrada principal donde estaba Alejandro que la miró alejarse, a sabiendas que no volverían a verse hasta el año siguiente.
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Acerca del autor
Mi nombre es Héctor Hugo Hernández Pérez. Soy originario de la
ciudad de San Luis Potosí capital. Desde 2005 soy promotor cultural
independiente egresado del centro cultural Diego Rivera de León, Gto. Y desde 2014 soy promotor de lectura de mi estado. Estudié un diplomado de guionismo cinematográfico de corto y largo metraje en
2008.
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