EL MUERTITO
Abel Cortez, Mazatlán
Parecía que el cielo soltaría su llanto contenido por años y sus lágrimas caerían como torrentes sin contención ni descanso, jaladas por sus re - cuerdos, dejados en su pueblo sin memoria ni vida. Escueto de carnes, cargado de huesos. Sus compañeros chalanes le decían con cariño “el muertito”. No pesaba más de cincuenta kilos, estatura de un metro sesenta. Sus pequeños ojos cafés se negaban a mirar de frente, con la vista fija en el suelo. Pómulos huesudos, sonrisa sin dientes. Tímido, avaro con las palabras. Sus manos delgadas, huesudas, y fuertes, debido a su trabajo de albañil, descansaban en las rodillas. Era una tarde de finales de noviembre con un cielo cargado de nubarrones. El viento frío nos llegaba del norte y entumía las ganas.
Le invité un trago de mezcal elaborado en un pueblo de Durango que se llama “En el nombre de Dios”. Miró de reojo la botella, dijo: “yo viví cerca del pueblo donde hacen el mezcal. Mi pueblo estaba dejado de la mano de Dios, pobre, miserable”. Sus únicos días de alegría eran las fiestas patronales. Elegían a la reina entre las muchachas más bellas. Tocaba la banda del pueblo, se comía en días lo que se comería en un año. Eso sí, bebían ríos de pulque y mezcal. Ya ebrios no faltaba un difuntito por agravios de familia y viejos rencores. Los duelos eran a machetazo limpio, muchos quedaban con el machete en la cabeza: el cuerpo retorciéndose como si tuviera calambres.
Ya entrados en mezcales, fluyeron las palabras.
—¿Tus compañeros de trabajo te dicen el muertito? –pregunté. La sonrisa desdentada asomó a su rostro.
—Desde los dieciséis años me vinieron las querencias por las difuntitas. Cuando fallecía una jovencita, decíamos: “vamos por las frías”.
—¿Te quedaste con el gusto por “las frías”?
—Tenía un amigo en el pueblo que por algo le decían “El Diablo”. Él me llevó a esas querencias. En un atardecer de fines de noviembre, al salir de trabajar la tierra que sólo daba magueyes y nopales para mal comer, me dijo: “¿recuerdas a Irene, fue reina del pueblo en las fiestas de mayo”?
—Claro que la recuerdo. Reina entre las reinas en las fiestas del pueblo.
—Murió en la madrugada. Van a enterrarla a las cinco. A medianoche vamos a su tumba, ya que no haya dolientes en el panteón.
Lo acompañé al panteón. El Diablo notó cómo el miedo se asomaba en mis ojos: “tenles miedo a los vivos, esos sí te joden”, dijo. El viento del otoño se llevó las nubes. Asomaron las primeras estrellas, la luna llena acompañaba al planeta Venus. Hicimos un nuevo brindis. “Salucita de la buena”.
—Dicen que los recién muertos son bellos. ¿Tú qué opinas?
El Muerto dirigió su mirada hacia arriba a la izquierda y soltó lentamente cada una de sus palabras: “se veía tan bonita en su vestido de reina, con diadema dorada, anillo y cadena con la medalla de la virgen de Guadalupe”.
—¿Qué pasó entonces? –mi voz delató mi curiosidad.
—El Diablo le quitó el anillo, la cadena y la medalla. Entonces, me dijo: “tú primero”. Después El Diablo se fue del pueblo y yo me quedé con el vicio. Una lechuza se posó en el capiro del parque en espera de un ratón para sus crías.
—¿Y las vivas no te gustan? –se llevó sus manos con restos de cal a la cara. Su mirada se tornó triste, se confesó.
—A las vivas siempre les he tenido miedo.
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