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EL VESTIDO DE ALE

Actualizado: 6 abr 2021

Arturo J. Flores, CDMX, 1978





La humanidad ha librado batallas memorables. Los soldados de la Segunda Guerra Mundial por ejemplo, que derrotaron al nazismo. Pero qué decir de quienes pelean contra una adicción o los que, como en este momento, luchan contra sí mismos.

Anoche, Ale me invitó a dormir con ella.

Bueno, eso es inexacto. Nos bebimos unas cervezas, escuchamos unas canciones y como ya era muy tarde, me dejó quedarme a dormir en su casa.

–Muchas gracias por prestarme tu sillón– le agradecí, mientras sopesaba aquella región donde imaginé que pasaría una de las noches más tortuosas de mi vida. Sólo a unos metros de Ale, que dormiría recostada en su cama.

Pero ella quiso que fuera aún peor:

–Vente conmigo a la cama. Es lo bastante grande. Además, hay confianza, ¿no? Somos amigos.

Aquellas frases me atravesaron como espadas. La confianza no se le debería a tener los truanes que como yo, poseen una imaginación que se manda sola.

Ale debería desterrar la palabra “amigo” de su vocabulario. Es lo mismo que encerrar a un licántropo en una jaula para perros.

Ya sabía lo que significaba su propuesta: yo no iba a poder dormir.

Me tocaría pelear una batalla más dura que la de los soldados de la Segunda Guerra, los adictos y quienes luchan contra su propia imagen reflejada en el espejo.

Soportaría durante la noche la indecible tortura de saber que su cuerpo reposaría a mi lado, que sus piernas serían el nido en el que no podría acurrucarme, que no bebería de su vino por más que se añejara dentro de su boca y que tampoco podría besar sus tatuajes, como se besa en la mano a los santos.

Lo peor fue que por la confianza que nos teníamos, Ale se durmió con el vestido puesto. El que dejaba asomar la línea de su escote. Ese abismo exquisito de piel donde me hubiera suicidado si me lo permitiera. El vestido que apenas se volteó para empezar a soñar, se levantó hasta dejarme ver la brevedad de su ropa interior. Una que mis dientes jamás tendrían el placer de romper.

Lo que Ale no contaba es que yo iba a soñar con el diablo.

Y me propondría un trato: apoderarse de mi alma a cambio de que desapareciera su vestido.

Por supuesto, acepté.

Tal vez Ale me perdonaría, porque entre nosotros había confianza y éramos amigos.

Lo que el Diablo no me dijo al principio es que sería yo quién haría desparecer el vestido. Me iba a tardar, así que empecé cuanto antes. Tendría que comérmelo. El demonio me aseguró que Ale no despertaría mientras yo devoraba la tela aquella que me separaba de su piel. Mastiqué toda prisa, tragándome esos hilos malditos que cubrían su belleza. Cuando liberé su ombligo estuve a punto de besarlo, pero preferí esperar a que el vestido completo se enjugara entre los ácidos digestivos. La parte más difícil fue tragarme la tela que cubría el nacimiento de su pecho.

Pero al final, me lo comí. No quedó del vestido de Ale sino un recuerdo. La contemplé desnuda en toda su magnitud. Deseé con toda mi alma ser un tatuaje para que me llevara pegado a su cuerpo.

Ale abrió los ojos y así desnuda, se levantó de la cama.

Frente a mis ojos, su culo eclipsó el sol.

Buscó por todos lados su vestido y no lo encontró. Tampoco a mí, por más que me gritaba que no me escondiera, que estaba bien si quería hacer el amor. Yo también le gustaba.

Le hubiera gritado que me comí su vestido y que encantado retozaría entre sus piernas. Pero los bichos no hablan y el Diablo me había convertido en polilla.

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Acerca del autor



Arturo J. Flores

(CDMX, 1978)


Periodista y escritor. Ha publicado más de una docena de libros entre cuento, novela y obra

periodística. En 2011, obtuvo el Premio de Novela Justo Sierra O’Reilly por su libro “Te lo juro

por Saló”. Imparte talleres de periodismo musical y storytelling. Es profesor de la UNAM y de la

Universidad de la Comunicación en la carreras de Ciencias de la Comunicación y

Comunicación Social, respectivamente. Está en todas las redes como @arturoeleditor y

actualmente es editor de las revistas Playboy México y Open.

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