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LA MUJER DEL ZAPATERO

Pata Martínez, Colombia


El pueblo de Usme, con sus apenas diez calles, duerme profundamente mientras a lo lejos suena el débil y ronco canto de un gallo. El primer bus se detiene quince minutos en la estación de policía. La joven esposa del zapatero está despierta a esa hora. Sentada en pijama junto a la ventana mira a la calle, mientras a lo lejos se escucha el aullido de los perros. En la cama su esposo ronca plácidamente. Idiota, lerdo, rasca su nariz y hasta sonríe, chasquea sus labios y sueña, tal vez, que la gente corre a encargarle los trabajos. ¡Ni el olor a pegante, ni los golpes con martillo podrán despertarlo! La zapatería está al lado del comando de policía. De repente en medio del silencio suenan unos pasos de carramplones. —Es un policía que aborda el bus y va a su receso –piensa la mujer. Poco después, ve su figura vestida de uniforme verde oliva. Es grande y maciza y con andar haragán pasa despacio frente a la casa: al acercarse a la zapatería el policía mira hacia la ventana y se encuentran sus ojos. Se oye el toc toc en la puerta. El marido cuya frente es de viejo ermitaño, carga un desierto en su prominente calva, y sigue roncando. Ella lo mira con rabia y desprecio. Se pone rápidamente la levantadora, se calza unos botines punta de acero rotos que dejan ver sus dedos, y corre hacia la zapatería. A través del agujero de la puerta de madera, ve al policía. Ahora ya no se siente tan sola: el corazón le late con fuerza, su ropa interior se humedece; remojón repentino. Abre la puerta. —¿En qué le puedo servir? –pregunta la zapatera, ajustándose el cordón de la levantadora. —Deseo guarnecer un poco estas botas para que ajusten bien. Es la primera vez que veo a una mujer atendiendo en una zapatería. —¡Mi marido no tiene ayudantes! ¡Siempre lo hago yo! —¿Y se desenvuelve bien en este oficio? La zapatera con una sonrisa coqueta le recibe las botas. Transcurren un par de minutos en silencio, los dos se miran fijamente, dan unos pasos hacia la puerta y se vuelven a mirar. La mujer se sienta en una butaca vieja de madera, manchada de pegante amarillento y duro. —¿Hay un baño? –pregunta el policía. Ella, levantando el dedo índice, le indica el lugar, pero él se hace el bobo. Entonces ella, impaciente, se pone de pie y con un movimiento brusco entra con él a ese lugar estrecho, oscuro y con olor a vinagre para desaparecer juntos tras la puerta de madera. —Abrázame, tócame, bésame, ámame, ahora todo es bello…–dice ella, se escuchan susurros, lamentos agitados, suspiros… —¡Chis! —dice el policía–, no haga ruido que va a despertar a su marido –mientras silenciosamente salían del baño, ruborizados y sudorosos. —¿Y qué me importa que se despierte? Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora. —A su salud —bebiendo un sorbo de una pequeña botella de aguardiente que saca de su uniforme verde camuflado. —Ámame y vive feliz. —Así me gusta –exclama el policía con picardía–, ahora sí está alegre, tómese un aguardiente para que se caliente más —le insinúa a la mujer ya satisfecha. —Usted debería venir más seguido por aquí, porque yo me aburro mucho solita. —Le creo, una chica tan bonita, atenta ¡y en un lugar como éste! –estrecha la mano derecha de la mujer y con su mano izquierda le roza el pecho con delicadeza. El cliente, tras breve charla, besuquea la mejilla de la chica e indeciso, como si se le quedara algo, sale del lugar. Ella corre a la habitación, se sienta nuevamente junto a la ventana, trata de abrirla, pero está bloqueada por el óxido y ve cómo el policía para en la esquina y se devuelve. Suena otro toc toc. Oye de pronto la voz de su marido que le dice: —¿Qué? ¿Quién está ahí? Están golpeando ¿Es qué no escuchas? Se levanta de la cama, se pone la bata y tambalea de sueño arrastrando las chanclas que cubren unos pies blancos y huesudos. Se dirige a la zapatería. —¿Qué es? ¿Qué quiere usted? –pregunta al policía —Véndame un tinte negro. Bostezando, rascándose la cabeza y zafándose las chanclas contra el mostrador, el zapatero se empina frente al estante, coge el tinte y lo entrega. Unos minutos después ella ve salir al policía del lugar, arrojando en el césped, en la tierra, en el polvo, en la sombra del parque, el tinte. Mira con rabia a su marido, es repudio. Furia homicida. —¡Maldito sea! –se desviste rápidamente para volver a dormir. De repente, sus ojos se llenan de agua y el betún que recubre sus luceros se derrite. —Ese policía ha dejado en el mostrador olvidados cincuenta mil pesos –dice entre sueños el hombre, cubriéndose el rostro y el cuerpo con una cobija de retazos–. Haga el favor de guardarlos en la mesa de noche, por si vuelve –se queda dormido.


 





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