LOS OLVIDADOS
JOEL MENDOZA, MAZATLÁN
Todo el tiempo había creído que Dios podía cobrarse los pecados con cualquiera de sus castigos. Pero ahora que lo pienso, creo que ese día hizo caso omiso dejando todo a merced del mal. Desde entonces hago un rezo todas las noches antes de dormir para que mis sueños no sigan atormentándome con el recuerdo: la tormenta y los olvidados.
Esa noche de septiembre, hace cuarenta años, quedó marcada en mi memoria. No dudo que también en las personas más viejas que aún viven. Si decides preguntarles por la tormenta, cada uno te contará una historia distinta. Todos nos vimos afectados de diferente manera.
Por entonces, mi única dedicación eran las tierras heredadas por todas las generaciones de la familia. El terreno tenía tan marcado el apellido que todos los habitantes sabían de quién era la parcelita detrás del panteón. Me habían visto trabajar en ella, así como también habían mirado a mi padre y, en su momento, al abuelo. Tengo el recuerdo de los altos maizales, el aroma de los tomates y el escozor en la piel después de cortar chiles. Y todo se convirtió en un recuerdo porque no regresé a poner un pie en esas tierras. Después de lo que pasó decidí retirarme, deshonrando a la familia y obligándome a buscar otra forma de ganarme el pan.
Sigo viviendo en la misma casa y aunque mi mujer se me adelantó hace dos años, seré capaz de darle alcance desde aquí. Últimamente he recordado a detalle el suceso que me marcó en los años posteriores y que aún me provoca escalofríos y malos sueños por las noches.
Fue en la madrugada cuando nos despertó un estruendo en el corral. Salí a mirar por la puerta trasera y me quedé sorprendido por los exagerados movimientos de los árboles golpeados por el viento. La alta palmera que teníamos se doblaba tanto que casi golpea la barda del vecino. Se escuchaban las ráfagas de lluvia al caer cuando golpeaban los techos, las hojas y los charcos que se formaban. El techo de cartera de las gallinas había salido disparado hasta el corral de los cerdos. Ese fue el escandalo que nos había despertado.
No recuerdo cómo, pero en menos de cinco minutos saqué del corralito en una caja a las gallinas y las metí en la casa. Las gotas de lluvia impactaban en mi torso, el lodo se adhería a mis pies y el aire no me permitía moverme con facilidad.
Pensamos que era un ciclón de alta categoría, que era mejor resguardarnos en el cuarto y esperar la mañana para reparar lo daños. Pero el grito del vecino de al lado nos infundió un miedo de esos que nacen en la boca del estómago y te recorren el pecho hasta posarse debajo de la nuca, dejando espasmos y escalofríos.
—¡Se va a salir el río!
No estábamos preparados para ello. Sabíamos que había estado lloviendo y que el río tenía bastante agua, pero no pensamos en esa probabilidad. En un intento desesperado tratamos de poner un mueble viejo en la puerta y llenar las ventanas con bolsas de plástico.
Pero cuando aquellas palabras se hicieron realidad, nada pudo detener al agua.
En la mañana siguiente, el agua que inundaba la sala y la cocina nos llegaba por debajo de la rodilla. Tuvimos que esperar a que descendiera para poder limpiar el lodo del suelo. En las paredes aún permanece la marca del agua a pesar de que las he pintado en muchas ocasiones.
Pasó una semana en la que las personas se dedicaban a limpiar sus casas, sacaban los muebles al sol para ver si podían ser recuperados, el agua seguía en las calles lodosa y con mal olor, perfectas para el criadero de los zancudos. También recuerdo que los que tenían ganado en las parcelas llevaron a sus animales a lugares más altos en el cerro para evitar que se ahogaran en los corrales.
Fue entonces que decidí echar un vistazo a mi parcela. Me llevé unas botas plásticas y una pala para drenar el agua que se había quedado estancada. Caminé el tramo que hacía desde la casa y cuando divisé el terreno miré que estaba inundado. Traté de rodear el cerco y buscar montones de lodo que impidieran la salida del agua y poder retirarlos con la pala.
Cuando estaba a la mitad del camino me encontré con una superficie sólida que bloqueaba el paso del agua, haciendo que impactara y se regresara para buscar otra salida. Tomé la pala y comencé a golpearla. El sonido sonó hueco, como una caja de madera. Me parecía increíble que la tormenta hubiese arrastrado muebles desde el pueblo hasta donde estaba, pero tenía que quitarlo si quería que toda el agua saliera por ese lugar. Debido al paso de los días, el agua era oscura y desprendía un hedor desagradable. Cuando intenté moverlo me di cuenta de que era largo y pesado. Hice palanca con la pala para desprenderlo y retiré el lodo restante que se encontraba alrededor. No podía ver qué era con claridad porque todo estaba cubierto de agua y lodo. Me costó unos diez minutos sacarlo y cuando lo pude mover lo llevé a un montoncito para ver de qué se trataba.
Es por eso que pienso que Dios desapareció aquel día. Nadie supo quién era el difunto que se encontraba en el ataúd. Era imposible identificar un conjunto de huesos y carne momificada. Después de unos días, decidieron llevárselo y volverlo a enterrar en el panteón. Desde ese día las personas acudieron al lugar para darse cuenta de que una zona se había desbordado, dejando una zanja en el suelo y llevándose muchas de las tumbas que ahí se encontraban.
Fui el primero en encontrarse uno, después apareció otro y el tercero en unos meses. Es inevitable dudar de mi cordura, que lo que vi no pudiera ser creíble, pero todos los habitantes estábamos de acuerdo en algo: nadie se acordó del panteón después de la tormenta.
El rostro que mostraba unas cuencas vacías, con los huesos blancos como la cal, la ropa podrida y los gusanos recorriendo su cráneo; movió la boca, o lo que antes había sido una boca.
—Nos olvidaron –dijo con una voz que no era de este mundo–. Y pronto, a ustedes también.
Relaté infinidad de veces lo que había visto y escuchado sin importar lo que me hacía sentir y con la intención de sacarlo de mí. Cada vez había más miradas escépticas, incapaces de creerlo e incluso burlándose de la historia. La sensación que me provocó escuchar esas palabras no me ha abandonado desde entonces. Lo cuento una última vez porque sé que puedo irme en cualquier momento y aún tengo esperanzas de que pueda quitármelo de encima.
Pronto seré de la tierra y tal vez una tormenta me arrastre hasta los confines del infierno.
El recuerdo me consumirá hasta la muerte y después seré olvidado.
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Acerca del autor
Joel Mendoza Sánchez y vivo en Siqueros, Mazatlán. Actualmente soy
estudiante de Biotecnología Genómica, pero siempre he tenido un gusto por la literatura, en especial las historias de terror. Uno de mis sueños es publicar un libro algún día y espero lograrlo.
Facebook: Joel Mendoza Sánchez
Instagram: @joelmendoza9064
Twitter: @joelmendoza500
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