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Plantas aromáticas mexicanas, por Socoyote Lugo

Desde el principio percibí ahí un olor dulce que me agradó y llamó la atención. El lugar era atendido por un par de chicas: quizá eran empleadas o quizá las dueñas. Unos cuantos

comensales se distribuían cómodamente entre las pocas mesas de ese breve espacio.


Por allá, una familia tradicional: madre, padre y dos chavitos adolescentes bebían unos capuchinos espumosos. Por acá, una pareja treintañera platicaba discretamente: ella

degustaba una infusión de frutos rojos y él una bebida verde que bien podría haber sido jengibre, cardamomo o té limón.

Victoria y yo nos instalamos junto a la barra y pedimos dos cafés americanos grandes.


Traíamos hambre y ordenamos unos paninis de pollo que nos supieron a gloria. Nos dio risa que hayamos elegido la misma bebida y los mismos alimentos.


Cuatro o cinco años tenía de conocer a Victoria y era la primera vez que nos veíamos para charlar un rato. Hablamos de un tema y otro; mi voz era tan estentórea que hasta después

reparé en que todos los clientes ya se habían enterado de mis preferencias políticas, gustos musicales, ocupaciones y otras intimidades.


El olor a dulce estaba presente de manera tenue. Al principio pensé que lo provenía de las bebidas que ahí preparaban, pero cuando me acerqué un poco a Victoria para leerle algo, entreví que el aroma provenía de ella.


En la conversación salió a relucir que ella vendía mezcal de Guerrero y café de Oaxaca.


¡Nunca lo hubiera imaginado! Ya que yo también vendo mezcal de Oaxaca y café de Veracruz. Nos reímos de esa otra coincidencia. Estábamos muy cerca de su departamento y

me invitó a degustar su mezcal.


El depa era un lugar acogedor y nuestra conversación fluyó con el sabor de un maravilloso mezcal artesanal y una música de relajación. En un momento tomé su mano y después su

brazo. La besé suavemente y un golpe de chocolate con vainilla impregnó mi olfato y mis labios.


¡Era el mismo olor que me había estado inquietando desde que estuvimos en la cafetería! Las partículas de estas dos plantas aromáticas mexicanas me desquiciaban tanto que deseé explorar sus redondos y exquisitos pechos. Sería el mezcal (también planta de origen mexicano), pero sus senos se volvieron montañas de cuyas cimas fluía un elíxir: una bebida afrodisíaca que me impulsó a degustarlos de manera intensa; me sentí en un viaje sin retorno del que no podía detenerme: seguí adelante, siempre adelante.


Saboreé su espalda, su cuello, su cabello, sus dedos, sus pies, sus tobillos y sus piernas hasta llegar a su hermosa flor morena: de manera increíble el olor y el sabor a chocolate y vainilla se intensificaron al cien. La vi entonces como una mujer planta mexicana llamada Victoria.


Me quedé a beber mucho tiempo, como un sediento, como un demente, como un adicto al néctar sabor chocolate-vainilla. Victoria suspiró y emitió pequeños gemidos de placer, movió todo su cuerpo como una ola brava del mar. Mi boca quedó pegajosa y los dos yacimos exhaustos. Nos abrazamos y nos quedamos dormidos. Ella siguió desprendiendo ese olor.


En la madrugada, aún oscura, nos despedimos por motivos que no viene al caso detallar. Rumbo a casa, en el metro, me sucedió algo inaudito: me sentía impregnado de ese delicado olor a vainilla-chocolate con un ligero toque de mezcal. Los pocos pasajeros, intrigados, se miraban entre sí tratando de descubrir la procedencia de ese olor dentro del vagón.


Una mujer madura que viajaba a mi lado, volteó su rostro hacia mí y me interrogó:

–Disculpe usted, ¿trae chocolates en su morral? ¡Huele mucho!


SOBRE EL AUTOR




Germán Méndez Lugo (Culiacán, Sinaloa, 1962) es un narrador oral nato que retoma las historias fantásticas protagonizadas por familiares y amigos oriundos de pueblos de Sinaloa. Trabajó como Corrector de estilo y como Reportero redactor por casi 30 años en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).

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