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¿QUIERE SABER LO QUE ES UNA TORMENTA?

Actualizado: 28 sept 2021

Francisco Alfaro, México, 2000



I



Hace no muchos años, en 1936, el mexicano más egocéntrico de la historia (con el perdón de Antonio López de Santa Anna) publicaba un tomo más de lo que, tiempo después, sabríamos que sería una autobiografía bastante extensa. José Vasconcelos, misionero de la educación y cirquero electoral, trataba de explicarnos a chicos y grandes qué fue la Revolución Mexicana y, lo más importante, cómo la había sufrido él, pues filosofar inútilmente desde el extranjero no implicaba que no le doliera la causa nacional. La Tormenta fue el segundo tomo de la autobiografía del Ulises Criollo y, aunque su título fuera sumamente pretencioso, no carecía de realidad. Sin embargo, lo que sí parecía irreal era cómo un niño rico nos intentaba explicar los horrores de La Tormenta desde una casa con techo, chimenea y café caliente.

Desde su publicación, la obra cayó muy bien entre el tumulto de changos aplaudidores que representaba la juventud de las ciudades, sobre todo la que se hallaba en universidades. Este círculo de aduladores que se creían paladines de la Revolución intelectual todavía tuvieron el descaro de escribir en sus espacios periodísticos reseñas que felicitaban al señor Vasconcelos, esperando su libro “como se espera una tormenta, esto es, con la seguridad de que se asistirá a un hermoso espectáculo de la naturaleza, que puede amedrentar a muchas gentes, pero que sacude y pone en juego las fuerzas físicas y deslumbra y purifica”. Qué cabrones y qué ingenuos. Utilizando metáforas como si supieran de lo que hablan. ¡Ah, señor Vasconcelos! ¿Quiere usted saber qué fue en realidad esa Tormenta de la que tanto habló? Para que aparezca en sus futuros prólogos, permítame contarle una breve historia.


II


Mi nombre es Cayetano Ramírez y durante el periodo que el señor Vasconcelos llamó La Tormenta, yo viví en los charcos y el fango. Tenía yo mi pequeña parcela envuelta en la Sierra Madre del Sur, donde me dedicaba a sembrar, cuidar y cosechar jamaica, con lo que nos bastaba para sobrevivir a mí y a mi familia. En aquellos años, a lo que yo más le tenía miedo era a los diluvios que azotaban Guerrero durante el verano, pues me podía arruinar el cultivo. Si se estropeaba, no vendíamos y si no vendíamos, no comíamos más que quesadillas de la flor echada a perder. Pero todo cambió cuando La Tormenta llegó por nosotros y nos dio dos opciones: quedarnos en nuestra miseria pagando protección a la Revolución o que nos fuéramos con ellos a defender los ideales a punta de bayoneta (o de coa, para los más humildes como nosotros). Aceptamos la segunda opción, por miedo a no poder sostener la primera.

En las filas de un tal Gómez (a quien nunca le vi ni la sombra), nos enlistamos como revolucionarios con la promesa de tierras, comida y apoyo para la siembra, aunque no por eso le dejé de temer a la tormenta. Los diluvios me seguían causando pánico, mal que las razones habían cambiado. Antes yo temía que la cosecha se pudriese; ahora me asustaba que el que se pudriera fuera yo. Cuando llovía, las batallas en contra del ejército eran el doble de cruentas y el triple de complicadas. Recuerdo que una vez en las afueras de Tixtla, durante un enfrentamiento entre nosotros y sabe quiénes, la lluvia azotó el campo y nosotros, con la protección de un pordiosero, tuvimos que combatir con el lodo en los huaraches, el agua en las camisas y los truenos en la cabeza.

Aquella tarde en Tixtla muchos de nuestros compañeros fueron muertos y confundidos entre el lodazal que la tormenta había provocado. La batalla había cambiado de enemigo; ya no era contra los soldados de en frente, sino contra la mismísima muerte. Con el agua cayendo a cántaros y herido de un brazo, me arrojé al fango y cerré los ojos, esperando que el sufrimiento terminara de cualquier manera. Por fortuna, el oponente me creyó muerto y, tras la confusión causada por la tempestad, pude sobrevivir. Meses más tarde y con el apoyo de otras huestes revolucionarias logramos tomar la cabecera municipal y, por el hecho de sobrevivir en el lodo, recibí una medalla al mérito revolucionario.

El hecho de que La Tormenta acabase no quiere decir que yo dejara de temerle a las tempestades. Mientras Vasconcelos se paraba el cuello publicando sus notas autobiográficas, yo me había metido en la agenda política de Guerrero y Tixtla. Aquel lugar donde se quedó mi alma, me alojó como su presidente municipal por nueve largos años. Por supuesto que la lluvia se vivía diferente en un ayuntamiento, pero los truenos muchas veces me recordaban aquel Máuser 1902 que nos apuntaba directo al corazón. La tormenta, querido reseñador ingenuo, no “deslumbra y purifica”. La tormenta hunde, tortura e, irónicamente, arde.


III


¿Quiere saber lo que fue La Tormenta, señor Vasconcelos? La realidad es que nunca la tuvo en frente. Espero que mi anécdota le aproxime a alguna idea, pero le puedo asegurar que poco se parece a sus vacaciones por el extranjero. Es más, aquella tempestad en nada se parece a la que hoy azota la avenida que lleva su nombre, ni a la que desgasta la capilla donde yace su cuerpo.

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Acerca del autor


Nací el 2 de agosto de 2000 en el surreal México. Soy un estudiante de Filosofía y Letras en la UNAM. En mis ratos libres, intento escribir y doy clases a un grupo de estudiantes de secundaria que me inspiran bastante.

Amante de la música y narrativa latinoamericana. Comparto el sentimiento de Eduardo Miño.


Facebook: Francisco Carrillo Alfaro

Instagram: @fran_alfaro02

Twitter: @Fran_Alfaro02







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