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laballenaliterata

SACRIFICIO AL DIOS DE LOS SAPOS

Sergio Ceyca, Culiacán, 1990



Puedes decir que estas calles son ríos,

puedes llamar a estos ríos, calles.

Puedes decirte que estás soñando, amigo,

pero ningún sueño corre así de profundo.

Nick Cave and the Bad Seeds


La gente de esta ciudad sabe que el agua no es inocente. Aunque lo olvidan la mayor parte del año, a mitad del verano bárbaro los titulares gritan las mismas desgracias: «fallece pareja intentando cruzar arroyo en un Volkswagen»; «un niño es arrastrado corriente abajo», «el lodo toma posesión de las casas de alguna colonia que se construyó cerca de los caudales». El agua siempre busca arrebatarlo todo. Yo, que suelo andar tirado sobre las bancas mientras soy ignorado por los ciudadanos respetables, veo cómo la vida continúa año tras año en espera de aquel sacrificio ante el dueño original de la ciudad, sacrificio que siempre marca el inicio de la estación de las lluvias. ¿Cuál dueño?, se preguntarán. El que arrastra todo corriente abajo, lejos de las montañas, lejos de los ciudadanos, siempre en dirección al océano. Nuestro adorado y mugroso río Tamazula.

Por eso siempre me he mantenido a distancia de la ribera y cuando mi camino se cruzó con esta, no fue porque lo buscara. Tenía un amigo que siempre andaba por el centro, igual que yo: un chico delgado como una lagartija, con lentes (seguramente era nieto de un murciélago porque ni en mis peores borracheras he mirado como él), quién solía sentir que el mundo iba a golpearlo por cualquier flanco. Al principio solo nos saludábamos en la calle. Más bien, yo lo saludaba. Él me sacaba la vuelta. Y poco a poco entendió que yo no quería herirlo; me compartió cigarros, me regaló un refresco, y un día me preguntó si no me había tocado ver gente con máscaras de sapo. Así que yo le dije «Aún no, Ian» (así se llamaba) sabiendo que dejar la información a medias lo orillaría a hacerme algún regalo, no sé, como que me invitara alguna bebida. Y así fue. Estábamos en el quiosco de la plazuela central. Ian corrió a un minisúper; de regreso, antes de darme la botellita de cristal, quiso saber a qué me refería. «Esta es tierra húmeda, una ciudad torcida, donde anidan los Sapos», expliqué con misticismo y, luego, le mostré mis bellos y carcomidos dientes. Me pidió que dejara de burlarme de él. «Es en serio», le dije, «todos los años he visto a los Sapos y no es hasta que el calor está insoportable y aparecen los primeros nubarrones, las cuales nada más amenazan sin cumplir, cuando ellos salen a caminar por el sauna que es el centro de la ciudad. Buscan sacrificios para su dios. Lo ven todo, lo saben todo, han pegado sus ojos a todos los muros posibles». Ian me preguntó si sabía más de ellos. Aunque lo hacía, preferí callar para protegerlo.

Pasaron los días y las nubes malintencionadas continuaban jugando con mis sentimientos. Necesitaba una tormenta que creara arroyos por todas las calles, en la cual pudiera bañarme y dejar de oler a perro atropellado; y cuando llegó, todo se frustró en mis planes y los periódicos publicaron, en esa ocasión, que se encontró el cadáver de un joven corriente abajo.

Aquel día no perseguí a Ian. Lo vi en la Plazuela Obregón, de lejos, observando a las personas que esperaban en filas a los autobuses sobre las baldosas, igual que si se dirigieran al matadero. En aquel momento sonó un trueno. Puedo jurar que la ciudad se quedó congelada. Las señoras que estaban tendiendo la ropa empezaron a quitar los broches para mejor colgarla en el interior de sus cocinas, los hombres que acababan de lavar sus coches aceleraron para llegar, rápido, a un lugar con techo, y hasta yo mismo me quedé sentado en la banca en la que estaba y desde donde Ian no podía mirarme. Lo vi cruzar la plazuela y escuché que alguien gritó: «El pendejo escapa de la lluvia, el niño de mami tiene miedo a un poco de agua, ¿acaso te vas a derretir?», y supe que se lo decían a él por esa manera pasmada y asustada, silenciosa, con la que Ian ignoraba los insultos, y siguió caminando igual que si nada hubiera pasado; ya saben, cualquiera de nosotros hubiéramos volteado, aunque fuera un segundo. Supe que aquellos demonios tenían que ser sus compañeros de clase, los que aborrecía. Los intentos fallidos de narcotraficante. Los que andaban con sombrero y botas de piel de avestruz. Aunque en ese momento no vestían así, solo traían esas estúpidas playeras con estampados de animales, dibujos que parecen tatuajes, llenos de brillos de plástico. Miré que Ian cruzó la plazuela alejándose de ellos, y me pregunté si podía ayudar a mi amigo. Al sentir las primeras gotas sobre mi cabeza sucia, intentando penetrar mi cabello amarrado no por ligas o pegamento sino por hongos alegres, me acerqué a ellos escondiéndome detrás de los árboles, y ellos también sintieron el inicio del aguacero porque se levantaron, cada uno con un paraguas y caminaron en dirección de la otra plazuela del centro, en la que siempre hay chicos que me comparten cigarros y que, a escondidas, traen alcohol. Los seguí a la distancia. Empecé a caminar torpemente para fingir que solo rondaba mis territorios con desasosiego. Uno de los chicos, seguro el que más se ensañaba con Ian, el que se llamaba Alberto, volteó a verme y me señaló. Pude imaginar su comentario: «Ese vato se quedó bien arriba. Algún día vamos a estar así», le dijo al otro, Juan Manuel.

Esperaron que cambiara el semáforo peatonal y cuando este lo hizo, cruzaron la principal arteria de la ciudad. A su alrededor, señoras cargaban bolsas del mandado mientras perseguían autobuses viejos y enlodados; estudiantes de preparatoria que con una mano cargaban el paraguas y con la otra evitaban que el viento les levantara la falda; señores con las manos llenas de tierra a quienes no les molestaba el agua, que hasta sentían que les refrescaba la piel. La lluvia inclemente, la lluvia mordaz, empezó a inundar las calles de losas y los chicos se detuvieron para quitarse los zapatos y los calcetines; seguro no querían mojar sus trapos caros; continuaron caminando y pasaron el Mercado. Alberto sacó su teléfono para mirar la pantalla llena de gotas, luego observó hacia el fondo de la calle de edificios bajos, de un piso, en el que solo resaltaron las cúpulas de una iglesia, por donde unas estudiantes con falda azul marino se protegían bajo un paraguas destartalado; también miró que a un costado de las banquetas las corrientes iracundas, con ligeros remolinos, arrastraban envases de refresco o bolsas de frituras vacías. Continué detrás de ellos, interponiendo una distancia de seguridad. Pronto adiviné a qué sector iban. Primero cruzaron un vado que siempre en esta temporada se vuelve una alberca de agua sucia, y luego otra avenida grande, hasta que llegaron a la iglesia sagrada de los borrachos. Pero la iglesia estaba inundada: el agua ingresaba por la puerta. También intentaba enfiestarse. Entré y el dueño, viéndome a lo lejos, me dejó estar igual que siempre que las lluvias me han agarrado cerca; me senté en una silla, en un rincón, y me quedé viendo a los muchachos: pusieron los zapatos sobre la mesa y, pies bajo el agua, tomaban de sus botellas. Botellas heladas. Agua helada. Mundo helado. Todos nos estábamos congelando. Empecé a toser. Uno de los meseros que siempre trae bata blanca, me ofreció un café. Subí los pies a otra silla. No quería estar cerca de ese líquido venenoso, malintencionado; no podía entender a los parroquianos que miraban, en la televisión, un juego de béisbol en una ciudad lejana, donde hacía sol. Una ciudad donde no hay un dios que corta el valle.

Alberto, entonces, habló sobre mi amigo: «Siempre anda haciéndose el interesante, siendo que es un insecto que merece ser aplastado». Con un movimiento de cabeza, Juan Manuel le indicó que se tranquilizara: «No estamos con el patrón para andar aprovechando sus facilidades, tenemos un trabajo. Las fuscas son para cumplir nuestras funciones, no para jugar tiro al blanco», le recriminó. Bravo por Juan Manuel. Alberto se quedó callado y continuó tomando de su cerveza como un bebé malhumorado. Ambos movían los pies en el agua sucia. Así que ellos eran del negocio, me dije. Así que ellos odiaban a mi amigo. Me pregunté qué podría hacer: saltar sobre ellos, en aquel momento, no habría tenido sentido, ¿o sí?

Solo me sacarían de la cantina y me arrojarían a la corriente sucia que busca a su padre y a su señor, el agua que busca cumplir todos sus caprichos.

En eso, Juan Manuel y Alberto voltearon a ver a la entrada. Entró un hombre que traía sus botas en la mano derecha. Este si portaba sombrero. Guardó, con la izquierda, algo en el bolsillo. Ambos jóvenes se pusieron de pie para darle un abrazo y palmadas en la espalda. El hombre dejó sus zapatos en la mesa. Luego puso sobre ellos el sombrero. Les preguntó a los chicos: «A ustedes les gusta bañarse en la lluvia, ¿verdad?» Alberto dijo que era hermosa, que a él siempre le había gustado. Juan Manuel permaneció callado. El jefe les preguntó si entregaron la mercancía. Alberto comentó que claro, ¿por qué no lo harían? El jefe le brindó una palmada en el hombro y, acto seguido, buscó en el bolsillo de su camisa, de donde sacó unos billetes. Les dijo «Esto es suyo, no se preocupen por las cervezas, yo invito». Juan Manuel y Alberto volvieron a brindar. Llamaron al mesero de bata blanca, quien se acercó y escuchó la orden antes de pasar un trapo alrededor del sombrero. El jefe le preguntó «¿Para qué hace eso? La cantina está inundada». El mesero respondió que era costumbre y luego se fue.

Alberto comentó que camino a la cantina vieron a un compañero de la universidad: «Que está muy cu-cú», señaló. Juan Manuel asintió. Entonces, Alberto preguntó «¿No estaría bien darle un susto? Al cabo anda aquí cerca». El jefe sonrió antes de pedirle que le permitiera tomar más, para entrar en calor con las pendejadas. Hablaron sobre el negocio, sobre mujeres, sobre sus borracheras en equipo. Hablaron sobre canciones que querían que se compusieran sobre ellos. Y cuando el jefe terminó su botella, les preguntó si estaban seguros de que el pendejo del que hablaban seguiría por el centro. Alberto dijo que sí, que usualmente andaba caminando entre el Mercado y los negocios, como si estuviera mal de la cabeza, siempre fingiendo cara de que hacía algo interesante. No es la primera vez que, al repartir, lo miraban deambulando.

Así que el Jefe dejó un billete sobre la mesa y los invitó a salir. Alberto y Juan Manuel agarraron sus zapatos y corrieron alejándose de la iglesia de los borrachos. La camioneta del jefe estaba a unos metros del agua estancada; su cajuela era una alberca que continuaba recibiendo agua. Se subieron rápido. La camioneta revivió con un rugido. Avanzó a paso lento.

En ese momento me entró el miedo. Iban a sacrificar a Ian. Aunque ellos no eran los Sapos, eran peligrosos. Así que me lancé a buscarlo por todo el centro: ¿estaría en el anfiteatro del Instituto de Cultura? ¿Habría bajado a la ribera a fumar? ¿Caminaría en círculos, bajo la tormenta, mientras la gente lo veía desde los negocios? Pasé a un costado de una señora que esperaba, con bolsas de mandado, debajo del pórtico de una casa con la puerta cerrada; de unos niños corriendo entre unos coches estacionados, echándose agua entre ellos; de una niña que sacó un algodón de azúcar a la lluvia para ver cómo se deshacía en su mano, dejando caer un líquido rosa a la banqueta. No encontraba a Ian por ningún lado. Y sin embargo miré a la cuatro por cuatro pasar por las avenidas principales; hasta, en una de esas, levantó una ola que me empapó con más agua, como si la necesitara, como si no le temiera, como si no observara en ella la voluntad de arrastrarme al parque en la ribera del Tamazula, en convertirme en la víctima de ese año. Sentía que todo había sido orquestado por los Sapos: la primera vez que los vi, yo tenía la edad de Ian y ya soñaba con jeringas y su magia, ya había sido corrido de casa de mis padres y de la universidad; los miré caminando por el centro y, con la paranoia del pegamento, me di cuenta que eran malignos y que querían que los siguiera para aprovecharse de mí, para utilizar mi carne igual que la de un cordero. Y no quería que Ian terminara así. Pero su destino, hasta ese momento, parecía ser mucho, mucho peor: una fosa. Así que yo continuaba corriendo por las calles del centro sin cansarme, sin sentir la ropa pesada, hasta que llegué al cruce de la Aquiles Serdán, esa calle que en sí misma es un arroyo ya que por ella baja la lluvia de las partes altas de la ciudad para alimentar al dios. Ahí estaba la carpintería donde, en varias ocasiones, los trabajadores me compartían alguna cerveza. Una vez habíamos hablado con Ian. Les pregunté si lo habían visto pasar. Nada, al menos ese día. Y si lo hizo ni lo vieron: estaban concentrados poniendo los retazos en lugares altos para que el agua no se los robara. Son inteligentes los trabajadores de la carpintería, hasta estaban sentados sobre una de las mesas de trabajo, fumando, con los pies dentro del agua cochina. Me invitaron un cigarrito de esa hierba que tanto disfruto. Una parte de mí dijo: tienes que encontrar a Ian. Otra reprochó: si tú, que lo conoces bien, no lo encontraste, ¿qué te hace pensar que ellos van a hacerlo? Ellos no tienen ni la mitad de tus neuronas. Así que acepté la invitación y me subí en un banco alto.

Les dije las razones por las que buscaba a mi amigo y también ellos pusieron cara de preocupación: «Lo bueno es que no lo encontraste», dijeron. Y en eso se escuchó un coche acelerar directo al nacimiento del puente, donde el agua es brutal con los ciudadanos que sienten valentía a la hora de cruzar arroyos; así que nos asomamos por la puerta y, ¡sorpresa?, eran los perseguidores de Ian atorándose en medio de la furiosa corriente. Por el mismo ruido de la lluvia no se escuchaba el intento desesperado de los hombres por hacer arrancar la camioneta, mas sí se veían los faros traseros encenderse y apagarse. Perfecto, pensé. Así se alejan de mi amigo. Pero ellos eran también personas. No podíamos dejarlos ahí. Los chicos de la carpintería ya tenían armado todo un plan: «En las lluvias, nos toca hacer esto», dijeron y uno sacó, de la parte sumergida del local, una cuerda mojada, «nos la amarramos a la cintura y caminamos hacia el coche». Eso hicieron. Uno de ellos salió caminando, con el agua hasta la cadera, intentando cruzar la calle; se cubría la frente con la mano, igual que si fuera una víscera, encorvando un poco el cuerpo. Los pasajeros de la camioneta abrieron las ventanas y salieron por ellas para posarse sobre el techo, luego sobre la cajuela. Decían «auxilio, ayúdennos, estamos atascados». Hipócritas. En ese momento quise que todo saliera mal. El carpintero se agarró a un poste, del otro lado de la calle, y ya estaba a unos metros de la camioneta. «Auxilio», continuaban diciendo, «somos unas mariposas que necesitamos un poco de ayuda, unas princesas que necesitamos que vengan a rescatarnos». El carpintero continuó abrazado al poste de luz, mientras la oscuridad empezaba a abarcar la ciudad, y el contorno de las cosas a desdibujarse; ya casi era la hora en que los faroles se encienden. «Un salto», me dijo el carpintero que se quedó conmigo, «solo necesita un salto para acercarse al otro poste. Y así podremos salvarlos, uno a la vez». En eso la camioneta fue movida por la corriente: el agua reclamaba a sus presas. Ellos gritaron como pájaros cobardes que extienden sus plumas y luego huyen. El carpintero realizó el salto en un solo movimiento, aterrizó sin resbalar o ser arrastrado. El carpintero les gritó, la lluvia no nos dejó escuchar. En ese momento otro rugido tomó posesión de la ciudad: algún rayo asustando a la población. Algún rayo destruyendo una casa cercana. Y uno de los chicos se sentó en la orilla de la caja de la camioneta, listo para saltar hacia el carpintero. Lo reconocí: era Alberto. El que siempre llegaba a la universidad a regalarle zapes a Ian. Puso un pie en el agua y se preparó para correr hacia la banqueta.

Días después, cuando la ciudad estaba siendo ahogada por el calor húmedo que se produce después de unas buenas tormentas, el que evapora el agua que queda en los jardines, en las plantas y en los baches, encontré a Ian sentado en una banca de la ribera. No traía su pipa usual, con la que buscaba relajarse y hacerse uno con el mundo, solo miraba absorto a la corriente. Cuando me acerqué para tocarle el hombro, primero se asustó y luego me permitió sentarme a su lado. Le conté sobre el día del sacrificio, sobre cómo lo salvé. Hizo un gesto igual que si hubiera comido un taco acedo extraído de la basura. Me dijo que aquel mismo día, tuvo contacto con los Sapos. No entendía lo que hizo. Todo se salió de su control. Fue la ira, el coraje. Ahora, ¿cómo continuar? ¿Tiene que regresar con ellos y obedecerlos? Le dije que se calmara y que me relatara todo. Inició donde lo dejé yo: en la plazuela Obregón, cuidándose de la lluvia bajo el toldo del edificio de oficinas. Miró cuando Juan Manuel y Alberto emprendieron la caminata, se alegró de que lo dejaran tranquilo. Recordaba mis palabras: los Sapos aparecen en las primeras lluvias. Tienen ojos en todos lados. Solo traía su celular, un encendedor y unas monedas, así que los metió en una bolsa de plástico, y luego en el bolsillo del pantalón. Caminó por el centro viendo las actitudes naturales de los ciudadanos cuando empieza a llover. Su único problema eran los lentes, así que usaba una mano de víscera. Y pronto, caminando a unas calles, miró a dos ancianos.

Me explicó, como no lo hizo la vez que me preguntó por ellos, que el primer contacto que tuvo con los Sapos fue una noche en que caminaba borracho por el centro, tras haber salido de un concierto. Vio a los ancianos de espaldas. Él camina rápido así que los rebasó y, de pronto, sintió que lo observaban y cuando volteó hacia atrás, se encontró cuatro caras de sapo talladas en madera, rostros sin expresión, rostros que se escondían. Solo se le ocurrió correr de ellos. Unas cuadras más delante, se preguntó si no habría sido un delirio producido por el alcohol.

Unos días después bajó a la ribera a fumar un poco de yerba buena; estaba aún preparando su pipa cuando sintió que se acercaron dos personas. Podrían ser policías. Pero no lo eran. Eran dos hombres con máscaras de Sapo, quienes caminaron frente a él y fingieron no verlo. Ian se quedó sorprendido. Dejó las cosas sobre la mesa, y los empezó a seguir ocultándose tras los árboles. Los hombres hablaban de un dios. Así dijeron. Se detuvieron cerca de una bajada al parque del río, el cual era de asfalto; Ian se quedó detrás de un árbol de grandes raíces, de los que muchas veces me he servido para dormir. Uno de ellos mencionó que no podían fallarle este año, que ya habían visto cómo les fue el pasado. El otro le respondió: «Lo ocurrido fue un error, tiene que ver con que todos estamos viejos y, claro, también con el hecho de que ahora no hay nadie dispuesto a hacer los sacrificios que nosotros hemos hecho».

Por eso en cuanto sintió gotas supo que tenía que estar alerta de cualquier anciano que viera por el centro. Y los que pasaron hasta el fondo de la calle, en los que nadie se fijó, eran los que esperaba. Así que corrió a alcanzarlos intentando no resbalarse por los adoquines mojados. Los miró avanzar, a lo lejos. Eran ancianos de esos que siempre caminan lento, así que Ian tuvo que mantener su distancia: yo protegiéndolo de los narquillos locales, y él atravesando el centro a paso lento, hacia la madriguera del dios caníbal. Se alejaron del sector principal e ingresaron en las calles secundarias, donde hay casas u otros estacionamientos y, de pronto, los ancianos entraron por un portón negro, el cual dejaron abierto. Ian es un idiota: lo hicieron a propósito. Y ahí va él y se encuentra un camino de tierra con dos grandes charcos que marcan los surcos por donde entran y salen coches; se quedó mirando el fondo, donde había un árbol inmenso y ancestral pegado a una construcción en obra negra. Los hombres entraron en las tinieblas. Encendieron una lámpara. Se escuchó un trueno e Ian aprovechó para correr hacia el árbol y mirarlos de más cerca; pero continuaban alejándose y las nubes de lluvia hacían que todo luciera más oscuro. Ian intentó limpiar sus lentes con la camiseta mojada. No ayudó mucho. De pronto ya no veía a los ancianos. Se habían desvanecido en el interior.

Me pregunto: ¿el idiota no pudo pensar que lo esperaban para tenderle una emboscada? Ian a veces piensa con las emociones más que con las ideas y por eso, se adentró en la construcción. Sacó el encendedor para ver el lugar. Los muros estaban negros, no sabía si porque los habían pintado o porque el edificio había ardido; cualquiera de las dos cosas era posible. Otro trueno aterrorizó a la ciudad: su Dios reclamaba alimento. De pronto el piso desapareció y se encontró cayendo y golpeando contra otra superficie. Perdió sus lentes. A lo lejos veía algunos puntos rojos, pero nada más. Me dijo que hasta ese momento se preguntó en qué se había metido. Le dije que tardó en hacerlo. Y siguió tocando el piso helado y mohoso. Encontró el encendedor y, de pronto, dibujó el suelo del lugar: sus lentes estaban en un rincón, con una mica suelta. La acomodó y se los puso. Miró, a lo lejos, los puntos rojos; seguía sin entender, sin embargo, qué eran. O dónde estaba. Caminó hacia ellos y pronto todo tuvo sentido en su cabeza: eran los túneles escondidos debajo de la ciudad, de los que su abuelo siempre le hablaba: los que se hicieron a principios de siglo y que, de vez en cuando, cuando construían algo en el centro, aparecían debajo del suelo o en el patio del local. Yo viví en uno de ellos: fueron meses durmiendo en un agujero en el suelo sellado por ambos lados, sin insectos que me acompañaran, dibujando mi mundo con una veladora que me robé del panteón.

Ian continuó caminando y se dio cuenta que los puntos rojos eran focos que alguien puso para iluminar el camino; focos bajos, de centro nocturno. Ian continuó por la oscuridad: pequeño imbécil; sin pensar en la posibilidad de regresar, era la curiosidad la que lo hundía en aquella caverna urbana. Si estaba en lo correcto el túnel, se dirigía hacia el parque en la ribera del Tamazula. Tras caminar por una curva, encontró una escalera de subida iluminada por una luz exterior. A lo mejor por ahí habían salido. No se escuchaban voces, así que se animó a asomarse. No se dio cuenta hasta después de que, tampoco, se escuchaba la lluvia.

Puso un pie sobre la escalera de metal para echar un ojo, nada más. Un segundo. Era el interior de una construcción, en la que había velas por doquier. Unas figuras de espaldas, en círculo, miraban un punto en el suelo entre ellas. En ese momento pensó que lo mejor era bajar con cuidado y olvidarse de los hombres con máscaras de Sapo. En eso una voz le dijo «Sube muchacho, te estábamos esperando».

Y para finiquitar la primera historia regresaré al momento en que Alberto estaba por agarrar la mano del carpintero, en medio de la corriente que arrastra hojas de palmera, troncos, bolsas de frituras y latas de cerveza. Alberto en medio del agua, equilibrándose con los brazos. Levantó una mano en dirección al carpintero. Los dedos estuvieron a centímetros de unirse. Pero una ola con espuma lo tumbó, lo hizo perder el suelo y de pronto todo fue, de seguro, agua y golpes en la espalda y sentir, ahora sí, miedo; sentir cómo el alcohol se va por la boca igual que el aire y que todo es oscuridad y tierra y humedad, que no sabe dónde está abajo y dónde arriba, encontrarse en un mundo sin gravedad. Desde la entrada de la carpintería vimos que cerca del malecón, pudo sostenerse con algo y levantar una mano, pudo gritar «Ayuda», tuvo tiempo de levantar el rostro y respirar, antes de que la misma fuerza de la corriente lo impulsara al parque de la ribera, que lo acercara al gran monstruo de agua que divide la ciudad en dos, la todo-poderosa corriente en busca de la sangre porque la añora como otros añoran el alcohol, la fortuna o la muerte.

Ian no confió en la voz. Subió por la escalera, sabiéndose condenado. Todos lo estaban observando. Uno se acercó y le dio la mano para que no se resbalara, ya que sus zapatos aún goteaban; otro, se quitó la máscara e Ian lo reconoció como el dueño de un bar del centro. Este le dijo: «Seguro tienes muchas preguntas, mas no tenemos tiempo de explicaciones; te hemos estado vigilando. Solo nos has visto cuando nosotros queríamos que lo hicieras; todos te conocemos: somos el dueño de la cafetería a la que llegas antes de entrar a clases, el dueño del bar con el que vas con tus amigos, la dueña de la librería en la que llegas a comprar libros de Nietzsche, con la que siempre te pones a hablar, a la que siempre le dices que en las tierras del Tamazula no hay nada valioso, que es una ciudad aburrida de la que, tarde o temprano, escaparás; tranquilo, ya te dije que no te vamos a lastimar, estábamos esperándote, tú llegas a cambiarlo todo para nosotros». Ian se queda mirándolo, y equilibrándose en sus zapatos mojados. Limpiándose la lluvia del rostro, les preguntó: «¿Qué es lo que necesitan? Si yo no sirvo para nada, mejor dejen que me vaya». El hombre le puso una mano sobre el hombro antes de decirle: «Necesitamos que nos acompañes en el primer sacrificio que calmará a nuestro dios, el que da fuerza a nuestros ríos, el que siempre nos ha regalado prosperidad. Queremos que tú seas uno de nosotros. Para eso tienes que mirar a la deidad directo a sus fauces». Alguien le pasó una máscara de Sapo. «¿Sacrificio?», cuestionó. «No te preocupes por nada, tú estás seguro», le dijo otra de las figuras. «¿Por qué he de confiar en ustedes? Acaban de confesar que me han espiado», renegó. «Nosotros no queremos lastimarte, queremos que nos acompañes», le dijo el dueño del bar, «necesitamos sangre joven». «¿A qué se refieren con sacrificio? ¿Un ritual pagano?», interrumpió. El hombre se acercó y le puso una mano en cada hombro: «Ian, tú has estado muchas veces cerca de nuestro dios, de nuestro piadoso dios. Nosotros hemos dedicado nuestra vida a servirle y él, a cambio, nos ha dado muchos regalos, nos ha solucionado todo; ha hecho que nuestros negocios continúen en tiempos de crisis; ha permitido que nuestras cosechas florezcan, aún en los veranos con menos lluvia; y durante siglos ha dejado que la ciudad se mantenga viva a sus orillas. Nunca solemos recibir personas jóvenes. Tú eres la primera. Queremos que estés cerca de nosotros. Por favor ponte la máscara y sígueme», le dijo el dueño del bar y alguien abrió una puerta; del otro lado se escuchaba la melodía enfermiza de la lluvia. Ian lo siguió pensando que cualquier desobediencia podría ser peligrosa. Salieron de una de las casas que da al malecón. Caminaron despacio. «Aún recuerdo mi primer sacrificio. Es algo que no podrás olvidar en toda tu vida. Es algo que dará sentido al mundo, Ian», le decía el hombre, ya con la máscara.

Cuando llegaron al malecón, Ian observó que ahí estaba el camino de concreto por el que bajan las bicicletas. Como si se tratara de magia, ahí no estaba inundado, aunque del otro lado del Tamazula la corriente sobrepasaba las bancas de concreto. Bajaron despacio. «El primer paso es hacerle saber que uno siempre estará de su lado», le comentó el hombre con la alegría que solo pudiera sentir alguien que no estuviera ahí en ese momento, me señaló Ian. Por si acaso, puso distancia entre los dos. Entonces, descubrió que alguien era arrastrado en la corriente. Una mano que entraba y salía. Una persona que se dirigía hacia ellos. El agua lo hundía y lo levantaba. Respiraba a momentos. Ian se quedó congelado. La persona pedía ayuda a gritos: «Por favor, una mano, por favor». Y ya que estaba cerca, Ian reconoció la voz: era Alberto. Era aquel joven que siempre había lanzado su palma contra su cabeza, que siempre le quitaba los libros de las manos para mirarlos, para abrirlos y romperlos, quién siempre escondía su mochila sobre un soporte de aire acondicionado. Ahora era un ser cubierto de lodo. «No te apiades», le dijo el dueño del bar. Ian se acercó con cuidado de no ser llevado también y Alberto lo miró: «Ian, Ian, ayúdame», y cuando él le dio la mano, Alberto, seguro, se sintió rescatado y pensó que jamás volvería a burlarse de él y que agradecería toda su ayuda. Durante ese momento, tuvieron las manos unidas y el vínculo parecía salvador; mas la salvación no está en la esperanza, lo sabe uno cuando tiene mucho tiempo en las calles. Porque Ian entendió finalmente los requisitos del sacrificio y se pervirtió con el poder que le fue conferido; usó las manos para empujar a Alberto de regreso hacia la corriente. Para alejarlo de su vida. Para disfrutar el momento.

Cuando lo encontraron, envuelto en ramas o en maleza acuática, ahogado, consumido, vi la noticia en algún periódico que alguien olvidó en la plazuela y sentí que había protegido a mi amigo.

Pero Ian me dijo que todo ocurrió rápido y que se quedó hincado sobre el pasto, a punto de caer sobre la corriente. Vio las manos alejarse río abajo hasta que la espuma las terminó de hundir: todo para el dios que se lleva nuestras lágrimas y miedos. Entonces, Ian sintió una palmada sobre el hombro, una de felicitación, y luego escuchó: «Ahora sí puede iniciar la temporada de lluvias. Bienvenido».



*Este cuento pertenece a la antología Magia Moribunda (octubre, 2021), del autor, editado por Ediciones del Olvido.


Para adquirir un ejemplar favor de comunicarse al facebook Ediciones del Olvido, o con el autor.




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Acerca del autor



(Culiacán, 1990) Ha publicado la novela No tendrás perdón (ISIC, 2018). Estudió leyes en la Universidad Autónoma de Sinaloa y se ha desempeñado como reportero en diversos medios electrónicos. Participó en el primer Curso-taller para jóvenes creadores de la Fundación para las Letras Mexicanas, con sede en Xalapa. Fue beneficiario del Programa de Estímulos para la Creación y el Desarrollo Artístico de Sinaloa durante 2018. Actualmente es colaborador de la sección cultural de La Pared Noticias.

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